viernes, 16 de julio de 2010

Bahía Solano, Colombia: “Ballenas a la vista”


Escuchar a alguien comentar que jura haber visto a un león pavonearse en los Pirineos es tan absurdo como escuchar que un elefante está reproduciéndose en la selva amazónica. Nuestra lógica intentaría salvar a esos lunáticos de sus delirios respondiendo algo como: “Seguro que a un administrador de circo se le olvido asegurar las puertas”, y otro, no menos cuerdo pero que lo rebasaría en creatividad agregaría: “Por el cambio climático deben estar haciendo pruebas de adaptabilidad de especies a otras geografías”. En fin; algo parecido me ocurrió en una parrillada en Bogotá, capital colombiana. Después de discutir acerca del sucesor ideal de Álvaro Uribe y las desgastadas relaciones con Venezuela, pasamos al no tan inevitable como responsable asunto del medio ambiente. Aquella vez que hablábamos sobre el peligro de extinción de algunos cetáceos, un amigo de la vida me comentó que en Bahía Solano se acostumbraba avistar ballenas. “Pero si estamos en el trópico”, le dije. “Vienen de vacaciones”, respondió con una carcajada.

De modo que resolví averiguarlo por mi cuenta; y un fin de semana a inicios de Julio, estaba aterrizando en el aeropuerto de Bahía Solano, ciudad ribereña del Pacífico colombiano que pertenece al Chocó: único departamento de Sudamérica que limita con Panamá, como también, el único que tiene el privilegio de lucir costas en el océano Atlántico y en el Pacífico. No obstante, y pese a la exhuberancia de su paisaje, según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística), la zona es una de las más desfavorecidas de Colombia: el 80% de su población tiene las necesidades básicas insatisfechas.

En el aeropuerto me esperaba un jeep verde, grande y cuadrado, de esos que parecen haber tenido pasado militar. A pesar de los pocos kilómetros que nos separaba del hotel, el recorrido se extendió por más de una hora; el terreno, accidentado y cenagoso, me hizo pensar que en cualquier momento mis riñones se descolgarían. El sujeto me explicó que el mal estado del camino se debía a que el nivel de lluvias de la bahía era uno de los más altos del mundo, y que esta condición hacía muy difícil el desarrollo agrícola de la región. Al cabo de un rato, llegamos al hotel “El Almejal”: un pedazo de terreno frente al mar, sobre el que aparecen sembrados algunos bungalows rodeados de palmeras. En ese momento, sentí el murmullo de los mosquitos pululando sobre mis piernas, empeñados en extraer varios litros de mi sangre. Saqué de la mochila el objeto imperdible y me bañé en repelente. En esa atmósfera densa y virgen, me atendió una señora amable que había decidido –según me contaba-, hacía más de dos décadas, plantar este hotelito en medio de la selva. La pasión por la naturaleza la llevó a entregar su vida al desarrollo sostenible de la región promoviendo la protección de algunas de sus especies más vulnerables: las ballenas jorobadas o yubarta. Cabe resaltar que la temporada de avistamiento de ballenas está dinamizando la economía de la zona, dejando alrededor de setecientos millones de pesos al año (200 mil euros aproximadamente). Finalmente, luego de cenar un buen plato de congrio acompañado de unos patacones fritos, me levanté de la mesa. “Bueno muchacho a dormir se ha dicho –me dijo-. Mañana a las cinco de la madrugada pasarán por ti”.

A las cinco y media alguien pronunció mi nombre. “Muy bien. Ya voy”, respondí y me incorporé rápidamente. Cuando abrí la puerta, encontré a dos jóvenes de piel negra como la noche, ojos blancos y nariz ancha. Por el inmenso parecido asumí que eran mellizos. Después, una vez a bordo, uno de ellos me comentó en tono de sorna: “¡Qué me salve Dios de ser hermano de éste!”. A la hora que partimos rayaba el sol, dibujando una estela de plata sobre el mar. “Así como ustedes, a las ballenas Yubarta también les gusta venir de vacaciones a Colombia”, decía el moreno con una sonrisa en los labios, luego proseguía, “Cuando se ponen muy frías las aguas del sur, el alimento escasea; por eso, parten de la Antártida y cruzan más de 8.000 kilómetros hasta llegar aquí”.

De pronto uno de ellos se levantó y se paró en la punta de la proa, se sacó la gorra azul que incomodaba su visión y puso la mano derecha sobre su frente, como si estuviera vislumbrando algo. “Tenemos una –exclamó volviéndose a su compañero del timonel -. Noventa grados a la derecha. ¡En marcha!”. Cuando el motor comenzó a rugir y la barca enfiló el objetivo, todos pudimos observar que a unos doscientos metros, como un geiser, un enorme chorro de agua emergía del mar. “¡Vieron el chorro!”, vociferó visiblemente exaltado, “Es expulsado por la nariz que está sobre su cabeza. Lo hace cada vez que asciende a la superficie a respirar”, comentó abriendo sus enormes ojos que se escondían debajo de una gorra azul desteñida por la sal de mar.
Hasta que la vimos: un enorme lomo negro haciendo malabarismos. El guía explicó que los saltos, giros y cantos de las ballenas los hacía -en su mayoría- el macho en el momento de cortejo con la hembra. Entre Junio y Noviembre se repite el ciclo de apareamiento, procreación y amamantamiento de los ballenatos. “Por eso dejan el frío de la Antártida”, decía el timonel esbozando una sonrisa pícara, “¡Qué mejor que el agua calientita para hacer todo esto! ¿Cierto?”. Y tenía razón, la tasa de natalidad es asombrosamente alta en esa zona, del 19 al 28 por ciento, según fuentes del WWF.

De modo que el muchacho que se encontraba de pie en la punta de la proa, sintió un movimiento extraño en la embarcación. “¡Detente!”, gritó. El timonel apagó el motor. “Está acá abajo”, dijo el guía con la seguridad de un viejo lobo de mar, y saltó al interior de la barca. De pronto, el mar hizo un efecto extraño y construyó un tumbo ancho; y el azul del mar comenzó a ennegrecerse; y apareció frente a mí, muy cerca, el inacabable lomo negro, la boca atestada de pliegues y los ojos grises examinándome; mi metro ochenta de estatura y setenta y cinco kilogramos contra sus diecisiete metros de longitud y cuarenta toneladas. Luego la ballena se alejó un poco y saltó nuevamente; pero esta vez, hizo un giro, sumergió el lomo y desapareció. Sí. Estuvo ahí, frente a mí; y yo me había quedado inmóvil, boquiabierto, con el pecho oprimido, sin atinar siquiera a presionar el botón de la cámara digital (gracias a Dios un colega me entregó una copia). Puedo confesarles que aun sabiendo que no eran carnívoras; aquél fue un momento en que percibí que la naturaleza me encontró y observó atentamente, alerta, midiendo mis pasos. Fue un momento donde no hubo miedo, tampoco resignación, tan sólo una entrega genuina a aquello que rebasó mis límites.

Los escondites del Cronista Errante

¿Qué más hacer?…
La noche es el momento ideal para admirar el tortugario artificial, donde se protege esta especie marina para liberarla en la temporada de postura, que va desde septiembre hasta diciembre.

A media hora en lancha de Bahía Solano, o dos horas a pie por playas y valles aluviales, se llega a Punta Huina, paradisíaca playa rojiza bañada por el mar cristalino, ideal para la pesca y la práctica del snorkeling.

La Playa de los Deseos es otro encanto de Huina: un territorio solitario de arena oscura y majestuosos acantilados. También las playas del Cotudo y Becerro, donde se realizan inmersiones a pulmón libre y con tanque a las ruinas del ARC Sebastián de Belálcazar, embarcación de la Fuerza Naval del Pacífico que participó en la batalla de Pearl Harbor.

Hacia el sur, bordeando el Pacífico, se encuentra la ensenada de Utría, donde está ubicado el parque natural que alberga cerca de trecientas especies de aves, entre ellas la mayor variedad de murciélagos en Colombia, y hábitat de numerosas especies de ranas de variados colores, y árboles como el abarco, el abrojo, el caimito, el pojoró, la caoba y la palmera milpesos.

¿Qué llevar?
Las aerolíneas limitan el equipaje permitido a 10 kg por persona, por lo que se recomienda llevar:

-Ropa liviana y fresca
-Zapatos tenis para caminatas
-Careta
-Snorkel
-Linterna
-Un buen libro.


Donde comer y dormir…
El Almejal
Es un conjunto de 12 cabañas independientes (tipo palafito) cada una con baño privado, dos habitaciones y terraza; rodeadas de zonas verdes de flora nativa y con piscina natural de agua corriente. También se han diseñado jardines de mariposas a cielo abierto para observar las diferentes especies en su hábitat, un espectáculo natural multicolor. El Lodge está ubicado entre la selva húmeda tropical y una playa de 2 Km. llamada Playa El Almejal. Se ha dispuesto un área del predio como reserva natural con senderos interpretativos, para actividades lúdicas y educativas.

El Lodge funciona bajo los principios de sostenibilidad, basado en la metodología ZERI (Cero emisiones). Produce hierbas aromáticas y vegetales orgánicos que son usados en el restaurante, ellos son producidos en un horticultivo abastecido por lombricultivo y compostaje.

¿Como llegar?

Desde el exterior: vía Avianca, Copa, Air France, Lufthansa o Iberia a las ciudades de Bogotá ó Medellín.

Vía SATENA: Desde Bogotá y Medellín se toma vuelo a Bahía Solano los días Lu-Mi-Vi-Do.

Ya en el aeropuerto de Bahía Solano, se toman los jeeps y chivas que funcionan como colectivos con un recorrido de 14 Km (7 pavimentado y 7 destapada) hacia El Valle, donde se encuentra El ALMEJAL, éste trayecto tarda aproximadamente 40 minutos.
Tarifas: para 2 personas por tres noches
$1.320.000 (500 euros aproximadamente)
Incluye:
- Traslados terrestres aeropuerto – ALMEJAL – aeropuerto en jeeps colectivos
- Alojamiento en cabañas independientes con baño privado
- Desayunos, almuerzos y cenas diarias
- Reserva natural – Acuario- CanotajeTundó
- Recorrido por la comunidad del Valle
- Velada de despedida en el mirador del ALMEJAL
- CD de música autóctona chocoana
- Seguro hotelero e IVA.

No Incluye: Tiquete Aéreo ($480,000 PROMEDIO)-Tasa aeroportuaria en Bahía Solano ($8.000),

OPCIONALES: Avistamiento de ballenas, escalada y rapel, bodysurf, kayak, pesca deportiva.

Para mayor información: almejal@une.net.co
 
Fotografía: Lilián Perez - Fundación Yubarta

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